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Sonder ​

Juan Manuel Ripoll Díaz 

 

Nadie lo visitó en su cumpleaños; nadie lo ayudó cuando cayó de las escaleras por segunda vez (la primera recibió apoyo de un fontanero que arreglaba su regadera), y, como él mismo lo esperaba, nadie lo visitó en navidad. A pesar de su profunda soledad, su principal preocupación en ese momento era la llegada de su pizza familiar hawaiana: una tradición navideña para el huraño hombre. Exactamente 27 minutos después de hacer el pedido, alguien llamó a la puerta. Al abrirla, el hombre se topó con un joven delgado, su cara llena de granos y dos pequeños ojos que irradiaban pereza. Tras tomar la pizza y pagar un dólar adicional al precio de su cena, el hombre solitario esbozó un desganado "feliz navidad" y se dirigió hacia su sala. El muchacho agradeció la propina, subió a su moto y condujo a toda velocidad a través de las solitarias calles de California; su deseo de terminar su turno y pasar las fiestas con su familia, privaron de su vista al pequeño cachorro que cruzaba la calle inocentemente; el gran peso de la motocicleta del repartidor, había convertido a la bella criatura en un costal de huesos rotos. El animal, adolorido y moribundo, se arrastró hacia la banqueta, donde una paloma contempló su último suspiro. Sin saber qué había sucedido, el ave voló por el cielo nocturno hasta que se postró suavemente sobre una rama y, por primera vez en ese día, descansó. Desde su morada en las alturas del parque, observó cómo una pareja se detenía frente a un hombre recostado en la banqueta. Ambos advirtieron que una de sus sucias manos temblaba, mientras la otra se mantenía firme en el bolsillo derecho de su chaqueta. La pareja lo observó por unos momentos hasta que la mujer se acercó y preguntó con una voz ligeramente nerviosa: "¿Podemos ayudarlo?". En un ágil movimiento, el hombre sacó un afilado desarmador y forcejeó con la mujer hasta quitarle su bolso. Su pareja llena de ira, quiso atacar al vagabundo pero no logró nada más que recibir un corte en el antebrazo. Mientras la mujer intentaba curar a su marido y al mismo tiempo llamar la atención del policía que patrullaba el parque, el ladrón corrió de tienda en tienda hasta que se topó con una mujer mucho mayor que él, a punto de cerrar la puerta de su pequeño mercado. El hombre, agotado y con la voz cortada, intentaba pedirle que le vendiera aquel apetitoso pavo que se veía en la vitrina. Ofreciéndole un par de billetes que había retirado de la bolsa recién robada. Antes de que la vendedora pudiera comprender lo que aquel extraño hombre le solicitaba, vio cómo era sometido por tres policías, mientras una inquieta pareja los observaba desde lejos. La mujer, intranquila, pero no asustada, continuó cerrando su negocio como si nada estuviera pasando frente a ella; después, tomó sus llaves y caminó en dirección opuesta al percance. El cansancio la ahogaba, sus adoloridos pies exigían descanso y el arresto que había presenciado, empezaba a darle un leve sentido de inseguridad, pero la mirada de su hija, cuando escuchó en la mañana que, por primera vez en 5 años, pasaría navidad con su madre, la motivaba. Sonó el timbre de su casa, donde un hombre con barba y una bella niña de 7 años ya la esperaban con una cena preparada. La mujer decidió omitir su experiencia a la hora de cierre, y concentró la plática en los deseos que tenía su hija para navidad. A la media noche, las campanas del reloj que había heredado de su abuelo, llenaron la casa con su melancólico canto. La niña, sin necesidad de recibir órdenes de sus padres, les deseó las buenas noches y subió a su cuarto. Después de ponerse su pijama favorita: un mameluco blanco con flores rosas decorándolo, pegó su mejilla contra el frío cristal de su ventana y observó las luces que iluminaban la ciudad a lo lejos. Una blanca paloma, voló cerca de la ventana, haciendo que la niña diera un pequeño salto por el susto. El ave, sin embargo, ni siquiera notó su presencia. Sus claras plumas contrastaban con el negro cielo que se había apoderado de la ciudad, una imagen bella que sin duda hubiera sido apreciada por más de un peatón de no estar pasando tiempo en sus hogares. La paloma se interesó en un balcón lleno de plantas de todo tipo. El cariño que se había puesto en el cuidado y mantenimiento de ese pequeño jardín no coincidía con la desgastada casa que lo acogía; todas las ramas llamaron la atención de la curiosa ave, pero finalmente decidió tomar un descanso en un bonsai que adornaba la única ventana de la extraña construcción. A través del sucio cristal, la paloma pudo ver una caja de cartón, las oscuras manchas de grasa sobre ella y los ligeros cambios de luz que despedía la televisión. Frente a ella había un hombre cuya mano colgaba del sillón, a pocos centímetros de tocar el piso y debajo, una rebanada de pizza hawaiana a medio comer. Sus ojos estaban cerrados, conciliando un fuerte sueño. La paloma, desinteresada en lo que veía, se alejó, dejando al hombre solo. Nadie lo visitó en Navidad.  

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